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1 de noviembre de 2017

“Yo estuve ahí”: el humilde homenaje para los constructores de La Muralla que salvó a Laboulaye

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“Yo estuve ahí”, como miles de soldados laboulayenses, defendiendo a la ciudad de la inundación más grande de su historia reciente; cientos de grupos de mentes, músculos y nervios, apretando los dientes, ante la próxima negrura espesa del agua; decenas y decenas y decenas de hombres y mujeres, construyendo pulgada a pulgada un muro sólido e inamovible, alzando al cielo también oscuro una plegaria, para que nos favoreciera con su Sol en esplendor...

“Yo estuve ahí”. Con esta frase querría resumir las sensaciones que me embargan hoy al recordar aquellos días de noviembre de 2001; pero es en vano; podría estar mucho tiempo hilvanando oraciones, tejiendo párrafos, con loas y reproches para todos y cada uno de los que fuimos parte —de alguna forma— de ese capítulo de nuestra historia, para bien o para mal.

Pero mi idea es otra. No quiero la palabra legítima de quienes dirigieron lo que hoy se considera una gesta; mucho menos la de sus defensores o detractores acérrimos; ni siquiera la de aquellos expertos que podrían con mayores grados de objetividad y conocimiento, hablar sobre el tema.

Solamente intentaré, en la medida de lo posible, contar las cosas que me ligan a ese espacio inolvidable, a ese rincón inexpugnable que actualmente llamamos La Muralla.


Hablé de reproches. La primera flecha se incrusta directamente en mí, porque fue la culpa la que me hizo movilizar desde la cómoda complacencia de mi casa al campo de batalla, lejos de donde vivía —en el barrio 250 Viviendas—, hacia la llanura que se extendía infinita, unánime, amenazante; una superficie en la cual las pasturas habían desaparecido debajo de una montaña de agua, que presionaba los límites de la resistencia estructural y humana.

Allí fui. Con la culpa como bandera. ¡Cómo no hacerlo! ¡Miles se estaban trasladando a una de las fronteras de la ciudad y otros tantos más ya se convertían —la mayoría de ellos sin siquiera saberlo o imaginarlo— en héroes o mártires —dependiendo del resultado final, pues nadie sabía a ciencia cierta qué iba a terminar pasando—, en improvisados rapsodas de innumerables episodios! ¡Y yo en mi casa! Observando todo por televisión, escuchando el hiperactivo relato de Gustavo Marín, convocando a la leva a quienes no habíamos acudido al llamado.

Yo sabía que muchos chicos se habían ido del boliche “así como estaban”, llevados en autos y en chatas y en motos (o en lo que sea) hacia el lugar donde se desarrollaban los principales acontecimientos. El conocimiento de esto último y la gravedad de la situación, pesaban demasiado en mi poca ambiciosa conciencia y escasa sed de gloria.

No obstante, algo indefinible me hizo levantar de la cama; una fuerza imparable, más grande que la culpa, más poderosa que el miedo…


No sé cómo llegué ni quién me llevó; pero recuerdo estar, de un instante a otro, acumulando bolsas de arena, apilándolas sobre un largo terraplén que ignoraba donde comenzaba y terminaba; buscando tapar los huecos por los cuales se intentaba abrir camino el agua, en su voraz recorrido hacia el pueblo; pasándolas de brazos a brazos, afirmándome sobre un suelo húmedo e inestable.


Y ésta es la imagen que más vívidamente conservo en mi pobre memoria, que ha olvidado muchísimos detalles quizá algo más trascendentales que este conjunto de impresiones y sentimientos contradictorios.

Por supuesto, sería inútil tratar de recordar cómo volví a casa. Solamente me acuerdo que regresé muerto de cansancio, completamente embarrado y exaltado al máximo. Lo que siguió para mí después me resulta un misterio.


Supe luego de los muchos más que participaron de aquella cadena humana que solidificó el triunfo contra el elemento; chicos y grandes que aportaron lo suyo desde cualquier lugar imaginable; voluntarios anónimos que hoy exhiben con orgullo su medalla invisible; que caminan por las calles de la ciudad henchidos por una secreta felicidad.


“Yo estuve ahí”, se dirán una y otra vez, mientras evocan cada una de sus vivencias, todas ellas inigualables. “Yo estuve ahí”, repetirán, íntima o públicamente; ante un vasto o ínfimo auditorio y hasta el final de su tiempo.










































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